El espejo roto

Hay días en los que no te apetece hacer nada. Ni salir, ni llamar a nadie por teléfono. Solo tirarte en el sofá viendo pelis malas. Todas hemos pasado por esto, pero cuando descubrí que mi mejor amigo, Carlos, llevaba así varios días decidí que tenía que hacer algo. La oportunidad vino, como casi todas, por azar. Una notificación en Facebook donde se anunciaba una reunión de antiguos alumnos de la uni. Sabía que a Carlos no le apetecería nada ir. Y menos a un sarao de esos. Tímido e introvertido, nunca fue el chico que destacase en la facultad. Pero cuando le conocías era un tío divertido con una curiosidad en diversos temas que, por entonces, nos sonaban raros; juegos de rol, cómics, películas extranjeras… Y ahora mira, todas esas cosas están de moda. Pero en los noventa esto, unido a su tremenda sensibilidad, le hacían ser un poco raro. El chico majo, un buen tío, vamos, el hombre invisible para mis compis de Universidad. Yo tuve suerte y llegué a tan digna institución con pareja, una de tantas, pero Carlos parecía que le costaba. Y así pasó, nunca tuvo suerte con las relaciones. Ahora, ya con treinta y tantos, había tirado la toalla, viéndose a sí mismo como un solterón con la única compañía de su perro Spock.

Le llamé para contarle la buena noticia del fiestón que se avecinaba. Y, como sabía cuál iba a ser su reacción, le mentí. Un poco, lo justo para que se animase a salir de casa. Mi táctica, decirle que una de sus antiguas compañeras estaba colada por él pero nunca se atrevió a reconocerlo. Él insistía en saber cuál. Pero yo me negué. Debía ir a la reunión y descubrir quién era su amante secreta.

El día de la fiesta apareció Carlos, pero no el Carlos que conocían sus antiguos compañeros, sino un Carlos más seguro de sí mismo. Ahora que tenía un arma más fuerte que un buen rociado de Axe; esperanza.

El resultado definitivamente no fue el que yo esperaba. Yo solo quería que saliese de su zona de confort, que se divirtiese un rato. Pero, para mi sorpresa, mi mentira se me escapó de las manos, ya que esa noche no solo se pilló un buen pedo, si no varios teléfonos de antiguas amigas a las que ahora resultaba atractivo.

Ahora Carlos no para en casa. Sale, se divierte, pero lo más importante es que se dio cuenta que la mirada de los demás cambia cuando cambiamos la mirada sobre uno mismo.

Primavera

Una gran ciudad. Una ciudad llena de posibilidades, la oportunidad está a la vuelta de cada esquina. Solo es cuestión de querer verla, de querer cogerla. Bajo un cielo despejado y templado, la brisa crea nubes de polen que podemos ver, casi oler. El mundo entero a nuestro alrededor, moviéndose, aconteciendo. Gente, mucha gente viviendo al mismo tiempo. Risas, música, coches, niños…

El sol me molesta en los ojos y después de mucho esperar vamos sin abrigo. El sol sigue molestándome en la cara, calienta mis pensamientos y las palabras, que son solo palabras, andan volando a nuestro alrededor. Todo está verde, la hierba me hace cosquillas en los brazos mientras escucho mi cuerpo y mi respiración descompasados. De nuevo queremos esa verdad que hace mucho tiempo comprendimos que no existía, no sé por qué nos empeñamos. A veces me gustaría poder subir muy alto solo para ver el dibujo que formamos, dos almas perdidas tumbadas en la inmensidad del universo, creyendo que todo va a salir bien.

Una tarde después de muerta...

Una tarde después de muerta...

Inventarse un mundo posible. Inventárselo, sí, pero posible. Creyéndoselo, más o menos. Solo probar, un par de meses.

Recuerdo la tarta de chocolate del Masttropiero. Los martes a las dos de la madrugada en el Danny’s. Las gafas de sol en el Honky y «tu vida es un puzle, reconstrúyela». Recuerdo los viernes en chándal intentando entrar en el Imperio Pop o en un banco con un balón a las cinco de la mañana. Recuerdo el Escape y a Moni conquistando a «ojitos azules». Mi cumpleaños, Barcelona, Pirineos…, la facultad.
Los bancos al revés, Vento, la cerveza.

Donde no había reloj, donde no había tiempo, donde no me dolía el cuerpo, donde mi sombra no me asustaba.

Me gustan los momentos en el que solo una sonrisa basta para compartir una idea. En el que no hay que explicar porque ya se comprende.

Estás vacía ahora tienes que rellenarte.

¿Hablamos de la sensibilidad? Sin salir corriendo, permitiéndonos aunque sea solo escucharla, un momento, solo un momento. A ver qué pasa.

Un día de febrero cuando el sol te ciega al salir del metro.
Leer unas páginas por la mañana antes de ser real entre una multitud invisible.
El frío que cala los huesos y encoje el cuerpo,
sin abrigo o con abrigo.
Quedarse mudo en una conversación cotidiana
y tener mucho que decir por dentro.
Contener la risa por no poder hacer ruido o poder hacer ruido y no querer escuchar.
Sin mirar, si ver, simplemente andar.

Tocar el silencio de una casa vacía,
convivir tan solo con los pensamientos, ¿durante cuánto tiempo?
Tener miedo y salir corriendo o probar y quedarte…

Yo soy yo cuando soy todo eso que quiero ser y quiero que tú veas.
Almacenar recuerdos en una libreta por si un día fueran a escaparse,
compartir un cigarro y una caña y reír a la vez.
Bailar como si no existiera un después, como si los segundos no andaran corriendo y sentir el sol después de toda la noche.
Planear aunque luego no ocurra.

Una tarde después de muerta…

Volver a escribir...

«Yo me atrevo a insinuar esta
solución del antiguo problema:
        la Biblioteca es ilimitada y periódica».
 (Jorge Luis Borges, Ficciones)

«No me digas, ¿tienes un blog? Y… ¿de qué va? ¿De todo y de nada? Y… ¿siempre tienes algo que decir? Pues no sé, me preguntaba… como ya todo se ha dicho…».

Es que claro, tenemos una herencia difícil de soportar a veces. La carga de años y años de palabras sumándose, formando frases, formando párrafos, formando páginas, formando libros, formando obras, incluso, a veces, maestras. El colmo. Lo que me hace decir que soy mejor lectora que escritora, mejor espectadora que bailarina. Lo que me hace callar.
 
Todo se ha dicho, y llegamos demasiado tarde cuando hace más de siete mil años que hay hombres, y que piensan. (Jean de La Bruyère, Les Caractères)

Chicas, llegáis demasiado tarde. Es lo que algunos os podrían decir. Hoy, toda invención literaria interviene en un mundo ya saturado de literatura. Nos pasamos la vida rodeados de palabras, de blogs, de libros, prisioneros dentro de una inmensa biblioteca. ¿Para qué seguir escribiendo entonces? ¿Y para qué leer, si la creación ex nihilo es imposible, si el escritor no puede ofrecer otra cosa que una imitación de lo que ya se ha escrito?
Y a la vez: ¿por qué estas preguntas nos dan ganas de lanzar una enciclopedia a la cara del que las enuncia? ¿Por qué seguimos escribiendo lo mismo, una y otra vez? ¿Será una necesitad más que una condena?

Jorge Luis Borges contemplaba la literatura como una biblioteca ilimitada que, si fuera atravesada por un viajero, le daría a ver, siglo después de siglo, los mismos volúmenes en un orden cada vez diferente.
Nosotros aquí, pues aquí estamos, pensaremos la literatura a la escala de una vida: ¿las lecturas efectuadas por un individuo a lo largo de su existencia no son siempre las mismas, pero diferentes? Examinamos nuestra biblioteca: ¿no tiene una cierta coherencia, una simetría oculta?

Como el niño que todas las noches, antes de dormir, reclama el mismo cuento, el lector convertido en adulto vuelve a leer, una y otra vez. Guarda un poco de esta obsesión infantil que le obliga a repetir la misma lectura, contenida en libros diferentes pero especulares, otros pero semejantes, caleidoscópicos. Por supuesto, todo lector que somos puede, a veces, equivocarse de camino. Pero muy rápido pasamos página.

Una obra de arte es siempre el espejo de otra. El escritor vuelve a escribir, el lector vuelve a leer. Y el creador, tal y como lo definíamos, ya no existe, o más bien nunca existió. No es ese ser divino que crea a partir de la nada. El creador es cualquiera, es cada uno. Es aquel que viene a colocar con brío y de manera diferente una pieza del enorme puzle que es la literatura. Es un artesano que hace bricolaje a partir del material que es el lenguaje. Es aquel que se acuerda y que, con una lucidez más grande que otros a lo mejor, admite que necesita al arte para vivir:

«J’écris parce qu’ils ont laissé en moi leur marque indélébile et que la trace en est l’écriture: leur souvenir est mort à l’écriture; l’écriture est le souvenir de leur mort et l’affirmation de ma vie».
(«Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y que la huella es la escritura: su recuerdo muere en la escritura; la escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida». Georges Perec, W ou le souvenir d’enfance)

Todo ha sido escrito, cierto. Pero la literatura está lejos de haber dicho su última palabra.


Solo firmar con una T

Las ratas

«Mas el tío Rufo no parecía descansar, con su único ojo y la boca patéticamente abiertos. Ni la Sime parecía descansar tampoco, porque tragaba saliva sin cesar, con unos ruiditos ahogados, como la víspera cuando el Espíritu descendió sobre ella. Pero a cada uno que llegaba le endilgaba la misma cosa y cuando el moscón, luego de estar posado diez minutos en las descarnaduras del Centenario, empezó a volar sobre la concurrencia, todos hacían espavientos para ahuyentarlo excepto la Sime y el niño. Y el moscón retornaba sobre el cadáver que era, sin duda, el más desapasionado de todos, pero cada vez que reanudaba el vuelo, los hombres y las mujeres abanicaban disimuladamente el aire para que no se posase, y de este modo producían un siseo como el de las aspas de un ventilador. Media hora más tarde se presentó el Antoliano con el cajón de pino oliendo todavía a resina, y la Sime pidió que le echasen una mano, pero todos ronceaban, hasta que entre ella, el Nini y el Antoliano lograron encerrarlo, y como el Antoliano, por ahorrar material, había tomado las medidas justas, el tío Rufo quedó con las cabeza empotrada entre los hombros como si fuese jorobado o estuviera diciendo que a él ninguna cosa de este mundo le importaba nada...».

Miguel Delibes

Los aerolitos de Carlos Edmundo de Ory

"Nunca cambia de sitio el infinito"

"Las calles de la vida / las avenidas de la muerte"

"Sabemos que hoy se pueden fotografiar los olores"

"Nos morimos por obedecer aun cuando la desobediencia acredita la vida"

"Homenaje a las espinas no a las rosas"

"El hombre se imperfecciona cada vez más"

"Dios no me ayuda a cambiar el mundo"

"Alguien comparó la escritura japonesa con la lluvia"

Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923, Thézy-Glimont, Francia, 2010) es un ente, una conciencia, un animal poético inclasificable. Voz de radical y esencial independencia, su poesía atraviesa toda su extensa producción literaria (cuentos, ensayos, diarios, traducciones...). Insumiso a los formalismos academicistas, Ory destacó por ser tan lúcido como lúdico, tan existencial como vanguardista, tan virtuoso como iconoclasta. Dueño de un extraordinario dominio técnico del lenguaje, puesto permanentemente al servicio de la imaginación más libertaria y desacralizadora, fueron sus aerolitos las botellas de náufrago incesante en las que el poeta nos entregó las sucesivas condensaciones de su pensamiento y temperamento poético: relámpagos, preguntas, fogonazos, ocurrencias, piedras, disparates, divertimentos, dudas y hallazgos constantes. Esta antología recoge una amplia muestra de los aerolitos que Carlos Edmundo de Ory escribió a lo largo de toda su vida, en selección del propio autor.

COLECCIÓN CALAMBUR 20 años